Campaña de En lucha para impulsar las acampadas y extender las ideas anticapitalistas

domingo, 12 de junio de 2011

Cómo conseguimos una democracia real

En estos momentos, marcados sin duda por el impacto enorme del movimiento de las acampadas, resulta fácil hablar de los límites del parlamentarismo. En el sistema actual, las personas votan una vez cada cuatro años a unos partidos que se hinchan a prometer cosas durante la campaña electoral y luego, durante cuatro años, hacen lo que les da la gana e incluso legislan contra el programa por el que fueron votados, y no pasa nada. De hecho, Lluís Llach denunció al PSOE por el fraude programático de la OTAN, y los tribunales le dieron la razón moral, pero no legal. Sin embargo, esta estafa no es más que el síntoma de lo que representa este tipo de democracia, no el fondo. Es cierto que la libertad de voto, el librepartidismo —aunque aquí está cercenado debido a la Ley de Partidos pactada por el PP y el PSOE— y el sufragio universal representan avances democráticos muy importantes.

Se supone que los políticos rinden cuentas al pueblo cada cuatro años. ¿Pero qué pasa durante esos cuatro años? ¿Dónde queda la soberanía popular? Nos dicen que está en las cortes estatales o autonómicas, en las diputaciones o en los ayuntamientos. Y ahí es donde aparece uno de los primeros límites: la revocabilidad de los cargos. Zapatero decidió llevar adelante la Reforma Laboral y la de las pensiones, y Aznar decidió ir a la guerra de Irak. Lo hicieron con la oposición de la inmensa mayoría de la población, pero siguieron más o menos plácidamente en sus cargos, ya que el pueblo no tiene mecanismo alguno con el que revocar un cargo. En las comunidades autonómicas y en los ayuntamientos pasa lo mismo, por no hablar de las diputaciones provinciales, en las cuales los alcaldes eligen al diputado provincial (normalmente, un desconocido para la mayoría de la gente).

Un segundo límite del parlamentarismo, y el más importante, estriba en la inexistencia de una democracia económica. Las inversiones de las empresas y lo que producen son decisiones que toman los empresarios sin tener en cuentas las necesidades de las personas. Actualmente, cada día está más claro que los gobiernos se arrodillan ante las instituciones financieras y gobiernan acorde con lo que dichas instituciones les dictan. ¿Cómo podemos esperar una democracia real si no podemos decidir cómo y qué se produce, para quién se produce y a qué precio se vende? Habrá gente que diga que éste es el sistema menos malo, que las dictaduras o las repúblicas del mal llamado bloque comunista son peores. De estas últimas sólo decir que, como reconoce Sánchez Gordillo, alcalde de Marinaleda, se regían por un “Capitalismo de estado”. De hecho, China representa este régimen social de manera paradigmática: condiciones draconianas para la mayoría de la población, oligarcas del partido forrándose día a día; aunque eso sí, en cada pared se pueden encontrar retratos de Marx, Engels y del omnipresente Mao.

Sin embargo, no es cierto que éstos sean los únicos sistemas posibles, ni mucho menos. Estos sistemas responden a la correlación de fuerzas entre los de arriba y los de abajo, entre la clase trabajadora y la burguesía. De hecho, en los momentos en los que las tornas se han cambiado y el pueblo ha tomado el poder, la capacidad de autoorganización del mismo ha originado nuevas formas de organización social, radicalmente democráticas. Uno de los primeros ejemplos fue la Comuna de París, que duró del 18 de marzo al 28 de mayo de 1871. En esos pocos meses la Comuna decretó y consiguió la autogestión de las fábricas abandonadas por sus dueños, la creación de guarderías para los hijos de las obreras, la laicidad del estado, la obligación de las iglesias de acoger las asambleas de vecinos y de sumarse a las labores sociales, la remisión de los alquileres impagados y la abolición de los intereses de las deudas y la revocabilidad de los cargos. Tenemos, también, la experiencia de los Soviets (consejos de obreros, campesinos y soldados), que surgieron espontáneamente durante la Revolución de 1905 en Rusia y que posibilitaron el triunfo de la Revolución de 1917. Precisamente el hecho de abandonar la revocabilidad de cargos y la democracia directa radical –cosa que se debió, en gran parte, a una guerra civil que destruyó buena parte de la clase trabajadora— fue unas de las causas de la degeneración de la URSS. En Catalunya y Aragón, sobre todo, durante la Guerra Civil de 1936 estalló una revolución en la que se colectivizaron la mayoría de las fábricas, los transportes, los hoteles, las tierras e incluso los limpiabotas. La colectivización ocasionó, a veces, algunos problemas, pero, en general, supuso una gestión infinitamente mejor, más equitativa y más democrática de los recursos sociales.

No hace tanto tiempo, en el Chile de Salvador Allende encontramos entre 1972 y 1973 los Cordones Obreros (asambleas) que gestionaban las fábricas, las minas, la distribución de alimentos de manera horizontal y democrática. En los primeros momentos de la Revolución Iraní (1978-1979) hubo consejos obreros llamados Shoras. Y más recientemente, en la misma organización de las plazas, desde Egipto y Túnez hasta Barcelona o Madrid, donde la asamblea es decisoria, las personas que moderan y hablan son rotativas, y vemos indicios de cómo podría organizarse una sociedad diferente.

No existe ninguna barrera humana para construir una sociedad sin clases y sin injusticias, sin opresión de ningún tipo y respetuosa con el medio ambiente. Como decía el paleontólogo Stephen J. Gould: “La violencia, el sexismo y la sordidez son biológicos, puesto que representan un subapartado de todo un posible abanico de comportamientos. Pero la tranquilidad, la igualdad y la amabilidad son igual de biológicas —y veríamos su influencia si pudiéramos crear una estructura social que las permitiera florecer”.

A lo largo de la historia, durante las revueltas y las revoluciones, se ha demostrado una y otra vez que es posible un mundo diferente donde florece lo mejor de las personas. Los imperios siempre han hecho lo indecible para aplastar esas experiencias y desterrarlas al olvido. No sabemos a ciencia cierta cómo será el mundo que llevamos en nuestros corazones, pero de una cosa podemos estar seguras: será radicalmente democrático, pleno de justicia social y de solidaridad entre las personas y los pueblos.

Fuente: Óscar Simón en el periódico En Lucha

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